El País de España
Mucho se discute, en España y fuera, sobre si el Barcelona de Pep Guardiola es el mejor equipo de fútbol de todos los tiempos. Por más entretenido que nos resulte, es un debate imposible de resolver. Es incluso estéril. Existen demasiadas variantes y nos falta información. El juego es más rápido hoy, los jugadores recorren más kilómetros por partido, los balones y las botas son diferentes a cuando jugaban Alfredo di Stéfano en el Real Madrid, Pelé en la selección brasileña o Puskas e Hidegkuti en la Hungría de los cincuenta. En cuanto a grandes campeones de Europa como el Ajax de Johan Cruyff, o el Milan de Van Basten y Baresi, o el Liverpool de Souness y Dalglish, los juicios son por necesidad subjetivos. Si alguien da la impresión alguna vez de ganar el debate, nunca va a ser porque exista una verdad científicamente demostrable sobre la cuestión, sino porque, como un buen abogado, argumenta mejor o quizá, sencillamente, porque grita más.
Además, cuando hacemos comparaciones de este tipo nos limitamos a hablar de equipos que aparecieron tras el invento de la televisión, como por ejemplo de aquel Real Madrid de las cinco Copas de Europa consecutivas, el que venció 7 a 3 al Eintracht de Fráncfort –para deleite de la primera generación de telespectadores– en 1960. Pero ¿qué sabemos de antes de aquella época? Las borrosas imágenes cinematográficas que nos dejaron, por ejemplo, el Mundial que ganó Uruguay contra Brasil en 1950 –el famoso “Maracanazo”– no tiene la más mínima utilidad como material comparativo. Entonces, ¿quién está en condiciones de refutar la noción de que el mejor equipo nunca visto fue aquel Uruguay, o la Italia campeona del mundo en 1934 y 1938, o el Arsenal que arrasó en la Liga inglesa en aquella misma época, o incluso una de las dos selecciones, Inglaterra o Escocia, que disputaron el primer partido internacional de la historia en 1872?
Lo que sí podemos decir, en cambio, es que el actual Barcelona representa un hito en la evolución del fútbol. Existe un antes y un después con este equipo. Ha redefinido el juego, ha hecho que la totalidad del mundo del fútbol –desde los entrenadores de niños pequeños hasta los cuerpos técnicos de los clubes más grandes del mundo– vuelva a la pizarra y reconsidere sus premisas más elementales. Empezando con el sagrado concepto de la posición táctica: que si el que mejor funciona es el 2-3-5, o el 4-3-3, o el 4-2-4 o el 4-4-2. El Barça ha condenado la rigidez matemática en el fútbol a la irrelevancia. Lo mismo ha hecho con la anciana y venerable noción de que los centrales, o los delanteros centros, tienen que ser altos y fornidos. O con aquel artículo de fe que reza que todos los equipos necesitan un stopper, un especialista en destrucción, en el centro del campo. El Barça ha representado una revolución democrática en el deporte. Ha demostrado, con sus éxitos, que la única condición necesaria para que un jugador de fútbol prospere es que sea hábil y listo con el balón. El tamaño no importa, y la posición de cada uno en el campo, tampoco.
El germen fue “el fútbol total” del Ajax de Ámsterdam, patentado por aquel filósofo del deporte Rinus Michels. Su discípulo predilecto, Johan Cruyff, lo trajo al Barcelona, primero como jugador y después como entrenador. Y de ahí salió el dream team barcelonés. Lo que vemos hoy es la versión perfeccionada de ese modelo, una destilación purificada de la ideología de Michels. Lo que practica el Pepteam es más que fútbol total; es fútbol absoluto.
Volvamos más atrás en el tiempo, antes del Ajax de Michels, cuyos principios él mismo transportó a la maravillosa selección holandesa de los años setenta (como el Barça ha hecho hoy con la española campeona del mundo). Volvamos a las primeras raíces del deporte cuyas reglas se escribieron en un pub londinense en 1863 e intentemos trazar su evolución como en cualquier evolución de la naturaleza, como en el de la propia especie humana, que a lo largo de los milenios ha dejado atrás lo que no funciona y se ha adaptado a lo que se necesita, potenciando la eficacia.
Aquel primer partido internacional en 1872 entre Escocia e Inglaterra se disputó en un campo de críquet (el deporte nacional de las islas desde hacía más de cien años) ante 4.000 espectadores. Los cronistas de la época plantearon el posicionamiento sobre el campo en términos numéricos, señalando que Inglaterra había jugado con una formación 2-8, y Escocia, con un 3-7. Pese al predominio de delanteros en ambos equipos, el partido acabó 0-0, lo que demostró una gran verdad no del todo digerida hoy día: que llenar la delantera de efectivos no siempre es el método más eficaz para marcar goles; que la congestión no conduce a la creatividad. La otra moraleja del partido, relacionada con la primera, fue que dejar más espacios permite un juego más fluido. El 3-7 de los escoceses resultó un estilo de juego definido más por la posesión del balón y el pase que por los pelotazos y los poco eficientes intentos de dribbling de los ingleses.
El salto cualitativo se dio seis años después, en 1888, cuando el Wrexham ganó la Copa de Gales luciendo un novedoso 2-3-5, el llamado “sistema pirámide”, que se impondría como inflexible ortodoxia durante los siguientes 40 años. Hasta que en 1930, Herbert Chapman, el entrenador del Arsenal, patentó la formación WM. Y hasta que el seleccionador italiano Vittorio Pozzo inventó el 4-3-3, conocido como “el método”. Este consistía en colocar a los jugadores con el fin de brindarles mayor espacio de maniobra. Significaba darle al pastor un prado. Y así fue como tanto el Arsenal como Italia pillaron desprevenidos a sus rivales. Estos, desorientados, no sabían descifrar los planteamientos de Chapman y Pozzo y, como consecuencia, el Arsenal fue el equipo dominante de Inglaterra en los años treinta e Italia ganó dos Mundiales seguidos: 1934 y 1938.
Después de la II Guerra Mundial, la revolución, cuyo impacto se siente aún hoy, vino de Hungría. Un partido disputado en el estadio de Wembley en 1953 entre los húngaros, campeones olímpicos el año anterior, e Inglaterra sacudió el mundo del fútbol. A los ingleses no les cabía en la cabeza la posibilidad de perder. Nunca habían sido derrotados por un equipo de fuera de las islas y se les consideraba los mejores del mundo de facto, del mismo modo que los equipos que ganan los torneos de béisbol o fútbol americano en Estados Unidos se llaman a sí mismos “campeones mundiales”. Pero la selección húngara dio un baño de humildad devastador a los ingleses. Los comentaristas no tuvieron más remedio que reconocer que Hungría había dado una lección de fútbol a los inventores del deporte. Empleando una filosofía basada en la posesión del balón y la exquisita técnica individual de sus jugadores, los húngaros –cuyo jugador estrella fue el futuro madridista Ferenc Puskas– utilizaron un arma secreta cuyo impacto los ingleses fueron incapaces de contrarrestar. El supuesto delantero centro Nándor Hidegkuti no jugó como tal; ocupó una posición más retrasada, en el centro del campo. Fue lo que hoy llamaríamos “un falso nueve”. Hidegkuti no era ni una cosa ni otra, ni delantero ni centrocampista, y los robustos defensas ingleses no supieron qué hacer con él. Les mareó. Marcó dos goles y generó los espacios para que Puskas marcara otros dos. El resultado final fue 3-6. Cuando se volvieron a ver las caras las dos selecciones, un año después en Budapest, los ingleses siguieron igual de perplejos. O más. Perdieron 7 a 1. El Real Madrid tomó el relevo fichando a Puskas y utilizando a Alfredo di Stéfano como una versión incluso más imprevisible, dinámica y todoterreno que Hidegkuti. Fue un equipo imparable. Imitó el modelo húngaro, y en cuanto a victorias sobre el campo, lo superó.
Italia, concretamente el entrenador Helenio Herrera, dio con el antídoto a principios de los sesenta. No solo contra el estilo húngaro-madridista, sino contra la fortaleza física de otra nación en ascenso, Alemania. Partiendo de la premisa de que el balón era prescindible, el catenaccio consistía en esperar y esperar atrás, enredar al rival en una telaraña, aprovecharse de su fijación ofensiva y estar atento al agotamiento del rival y a la oportunidad de un contraataque que resultara en gol. Con un tanto era más que suficiente. Herrera inventó también el fenómeno del “líbero”, un defensa que jugaba por detrás de la última línea en caso de emergencia; un seguro de vida. No fue, ni pretendió ser, una obra de arte; Herrera no fue ningún Miguel Ángel ni el estadio de San Siro la Capilla Sixtina. Pero funcionó. El Inter de Herrera ganó la Copa de Europa en 1964 y 1965.
A los alemanes les intrigó la idea del líbero, pero desde una perspectiva más osada. Entendieron que si el jugador que ocupaba ese puesto no tenía que marcar a ningún jugador específico, entonces nadie le marcaría a él. En vez de limitarse a operaciones de bombero, podría infiltrarse en el medio campo e incorporarse al ataque creando superioridad numérica ante la defensa rival. Por primera vez, un jugador que por ubicación en el diagrama militaba en defensa sumaba las virtudes de un pasador. Incluso sabía disparar a puerta. Ese fue el papel que Franz Beckenbauer patentó y que casi ganó la Copa del Mundo para Alemania en 1966.
La selección que les ganó, Inglaterra, hizo la primera aportación táctica proveniente de las islas desde tiempos de Chapman. Acabó con la ortodoxia del wing, del extremo especialista cuya misión consistía en driblar por las bandas, superar al lateral por velocidad y cruzar el balón al área rival, creando ocasiones de gol para el delantero centro. Alf Ramsey, el entrenador inglés, se deshizo de los wings. Su 4-4-2 creó un bloque compacto de ocho compuesto de centrocampistas versátiles con movimientos imprevisibles. Los wings cedieron su lugar a jugadores menos técnicos, menos especialistas, pero mejor colocados para asociarse con el balón.
La selección dominante de aquella época, sin embargo, fue Brasil, ganadora del Mundial en 1958, 1962 y 1970. Eran los Harlem Globetrotters del fútbol. Un fenómeno sui generis y, por definición, irrepetible, fundamentado en una técnica nunca vista y en una filosofía de ataque sin cuartel. Jugaban 4-2-4 y su plan era sencillo: si el otro marca uno, nosotros marcamos dos; si el otro tres, nosotros, cuatro. En los demás países, el lateral izquierdo, por ejemplo, era un jugador aplicado, rígido en sus principios defensivos; en Brasil era otro atacante más. A día de hoy, solo los brasileños producen jugadores (Carlos Alberto, Roberto Carlos, Dani Alves, Marcelo) de estas características; supuestos defensas que recorren todo el campo, marcan goles y juegan como antiguos wings.
Tras la exhibición de los brasileños en 1970, el primer Mundial retransmitido en color, el fútbol explotó como fenómeno de masas televisado. Inmediatamente después vino otra exhibición, de un lugar menos esperado, pero hizo un ruido que sigue resonando hoy. Holanda fue la cuna de la gran revolución del fútbol moderno; el Ajax de Ámsterdam dio un paso hacia delante en la historia del fútbol. Rinus Michels, primero entrenador del Ajax y después de la selección holandesa (“la naranja mecánica”), fue el inventor del famoso “fútbol total”. Y dejó un legado que incluyó tres Copas de Europa consecutivas para el Ajax –en 1971, 1972 y 1973– y llevó a Holanda, con Johan Cruyff como estandarte en el campo, a la final de la Copa del Mundo en 1974 y -ya sin Cruyff- en 1978. La inspiración de Michels fue aquel equipo húngaro que puso a Inglaterra en su sitio en los años cincuenta. Pero los holandeses llevaron aquel modelo a otro nivel.
La idea no era cómo distribuir a los jugadores –dividirlos claramente entre defensas, centrocampistas y atacantes–, sino cambiar su actitud, lograr que se comportasen –que pensasen– de otra manera. El defensa ya no era un mero bloqueador, un stopper, sino que tenía que saber distribuir el balón igual de bien que un mediocentro. El dominio del balón era el requisito indispensable. El jugador de Michels tenía que sentirse cómodo con el balón en los pies, jugase donde jugase. Cuando recuperaba el balón levantaba la cabeza, buscaba un compañero y se la pasaba, iniciando una jugada de ataque. El ritmo del juego se incrementó. El Ajax y Holanda daban la sensación de jugar con más velocidad que cualquier otro equipo en la historia. Daban esa sensación porque era verdad. Uno veía las imágenes de cómo jugaba el Real Madrid apenas diez años antes, o incluso Brasil, recién, y parecía que el Ajax se movía a cámara rápida, como en las primeras películas de Hollywood.
Michels llevó la antorcha naranja al Barcelona, donde ejerció de entrenador durante seis años en los setenta, sin poder acabar de implantar su modelo con el éxito deseado. Pero dejó su huella, y especialmente con el fichaje de Cruyff como jugador. El Barcelona, eternamente indignado por cómo el Real Madrid supuestamente le había “robado” a Alfredo di Stéfano en 1953, había intentado compensar su sensación de inferioridad respecto al gran club de la capital española pagando cantidades descomunales por reputados cracks. Pero ni Ladislao Kubala, ni Diego Maradona, ni Bernd Schuster, ni el propio Cruyff acabaron con la histórica hegemonía blanca. Conquistar el santo grial de la Copa de Europa siguió siendo la gran asignatura pendiente culé. Maradona pasó por el club sin pena ni gloria.
El giro decisivo vino con la llegada de Cruyff al banquillo en 1988. De la noche a la mañana, el entrenador se coronó rey, suplantando al jugador; la filosofía de juego sería ahora la llave del éxito. La primera temporada de Cruyff en el Barcelona, sin embargo, fue un desastre y si no hubiera sido por su legendario apellido, y si él mismo no hubiera creído tan inflexiblemente en sí mismo, lo normal hubiera sido que el Barcelona lo echase. Cruyff convenció al presidente del Barcelona, Josep Lluís Núñez, que dejara a un lado el mero resultadismo, que mirara a largo plazo y le dejase apostar por el concepto de fútbol total que había encandilado al mundo 15 años antes y que algunos habían intentado –con mínimo éxito– imitar. Ese era el camino a seguir, esa era la causa por la que merecía la pena luchar o morir.
En una conversación privada en aquellos tiempos, durante una noche en la que se consumieron muchas Heinekens, Cruyff declaró a un compañero de copas: “Voy a cambiar el mundo del fútbol”. ¿Cómo? “Mis defensas serán centrocampistas; jugaré con dos extremos y ningún delantero centro”. Su interlocutor pensaba que estaba borracho. No lo estaba. Sin un delantero centro en contra, los centrales rivales se quedarían en el desempleo; con dos extremos, el espacio en el campo se ampliaría enormemente, y ahí podría jugar a gusto un equipo donde sus jugadores serían unos maestros con el balón.
Un ejemplo de su filosofía se vio con el fichaje de Miguel Ángel Nadal. En el Mallorca, Nadal había sido el creador del centro del campo. Goleador también. Cruyff sorprendió al fútbol español colocándolo en el centro de la defensa. Y ahí triunfó Nadal, defendiendo cuando tenía que defender, pero ante todo, y como misión prioritaria, iniciando jugadas de ataque. Un año después del fichaje de Nadal, el Barcelona ganó su primera Copa de Europa, en Wembley, con un gol marcado por un holandés, Ronald Koeman, el fútbol total hecho carne. Sobre el papel jugaba en el centro del campo; sobre el terreno jugaba en todos lados.
Pero el Barça de Cruyff no logró afianzar su modelo con victorias en la competición más grande, la Copa de Europa; no fue un equipo que marcó época en cuanto a trofeos continentales acumulados, como el Real Madrid o el propio Ajax, o el equipo que le usurpó la gloria, el Milan de Arrigo Sacchi, un híbrido tremendamente eficaz entre la astucia y dureza tradicional de los italianos en defensa desde tiempos del catenaccio y la clase de los tres holandeses que eran la columna vertebral del equipo: Marco van Basten, delantero; Frank Rijkaard, centrocampista, y Ruud Gullit, a veces defensa, a veces delantero. Los resultados de Cruyff no fueron nada desdeñables. Cuatro ligas españolas consecutivas, la Copa del Rey, la Recopa de Europa, supercopas tanto nacionales como europeas y, ante todo, la ansiada Copa de Europa. Pero solo logró conquistar una. No lo suficiente para que un equipo leyenda en Cataluña (“el dream team”) traspasara fronteras, pero sí para que la teoría Cruyff siguiera viva. Su juego seducía por su elegancia y belleza. En vez de la camiseta blaugrana, podrían haber jugado con esmoquin. El encanto del estilo de juego cruyffista cautivó al club, a sus seguidores, a la prensa catalana y a los jóvenes jugadores que tuvo bajo su mando, principalmente al más inteligente y receptivo de ellos, Pep Guardiola. Cruyff se fue, pero los equipos que heredó pasaron al mando de otros holandeses, Louis van Gaal y Frank Rijkaard, mientras que en las categorías inferiores se insistió en predicar el modelo cruyffista, en generar automatismos diseñados con el propósito de recrear y perfeccionar el prototipo.
La llegada de Guardiola, el discípulo predilecto de Cruyff, al banquillo coincidió con la entrada en escena de una camada de jugadores que habían digerido la filosofía de la casa desde la temprana adolescencia. Entre ellos, Xavi Hernández, Víctor Valdés, Gerard Piqué, Andrés Iniesta, Cesc Fàbregas y Leo Messi. Lo que les enseñaron, ante todo, fue que el balón era soberano; la posesión, la máxima –prácticamente la única– prioridad. Era el polo opuesto al catenaccio, cuyo punto de partida era que el otro debía controlar la posesión del balón. Y estaba en las antípodas del robusto atleticismo que se sigue premiando hoy en el fútbol inglés, cuyo estereotipo (y capitán de la selección) es el central John Terry. Este es un gran defensor, un gran stopper, porque tiene que serlo. Por falta de técnica cede el balón con tanta frecuencia al rival que se ve obligado a estar todo el tiempo al límite de sus posibilidades, en estado de permanente emergencia. Lo mismo, o más, se puede decir del defensa del Liverpool Jamie Carragher, tan admirado por sus fans y por la totalidad del fútbol inglés por sus indudables virtudes marciales, por su espíritu ancestral de sargento, defendiendo las barricadas contra ejércitos alemanes, afganos o zulúes. Uno observa a Terry y Carragher en el terreno de juego y entiende cómo se convirtió Gran Bretaña en un imperio sobre el que el sol nunca se puso, pero entiende también por qué la selección inglesa de fútbol no ha brillado, ni ha ganado nada, en medio siglo.
El Barcelona, en cambio, tiene de centrales a Piqué, que fue atacante en la adolescencia, y a Mascherano, que jugó en el medio del campo para el Liverpool. Mascherano rompe también el viejo molde del central grandote; es uno de los jugadores más pequeños de un conjunto que, según cuentan, es conocido en el vestuario del Real Madrid como “los enanitos”. Y aquí vemos una faceta importante de lo que aporta de nuevo el Barcelona: aunque la disciplina en el campo es total, no se sabe muy bien en qué posición juegan muchos de los jugadores. Se ve la alineación del once inicial en televisión antes de empezar un partido, pero una vez que suena el pitido inicial empiezan a aparecer en los lugares más inesperados. Dani Alves sale en las listas como lateral derecho, pero ejerce más de centrocampista ofensivo, o wing; Iniesta no se entiende muy bien si es un extremo derecho o izquierdo, o si su lugar es el centro del campo; Alexis Sánchez es un delantero centro –el target man más bajito de la historia–, pero se disfraza de extremo; Messi es un falso nueve y mucho más, el heredero directo de Hidegkuti pasando por el todoterreno goleador de Di Stéfano; Fàbregas, ni él mismo sabe cuál debe ser, según los antiguos criterios, su colocación en el campo. Los que marcaron los dos goles del Barcelona en el primer partido de la Copa del Rey el mes pasado fueron el defensa central Carles Puyol (que había sido centrocampista en su juventud) y Eric Abidal, que ejerce de lateral y central al mismo tiempo y metió su gol con el aplomo de un delantero centro y la explosividad de un extremo.
En cuanto a Xavi, es, claramente, el director de orquesta en el centro del campo, pero recupera balones como Mascherano cuando jugaba en Inglaterra. Messi también recupera, y con la fuerza y el timing de un lateral de toda la vida. El propio portero, Víctor Valdés, se ve más cómodo en el pase –es a lo que se dedica cuando no está parando balones– que Terry o Carragher. Además, Guardiola –el extremista radical de la filosofía Cruyff, el que impone el orden en el aparente desorden– le obliga a pasar el balón, porque el peor pecado es lanzarlo y permitir que se convierta en balón dividido, que el fútbol se reduzca al azar. La cuestión es minimizar el factor suerte haciendo que todos hagan de todo. Que todos sean jugadores híbridos. Como proponía Cruyff, pero quizá no se atrevía ni él a soñar que en el mundo real se podía. La posesión de balón es el principio sagrado, tanto en defensa como en ataque. Porque si el otro equipo no lo tiene, no hay necesidad de defender. La jugada es como una ola que crece hasta que rompe en las orillas de la portería contraria. Si no acaba en gol, el balón perdido queda lo suficientemente lejos como para no causar desconcierto defensivo.
Cuando los que juegan más atrás saben distribuir el balón, lo que ocurre es que cuando el balón se pierde, se pierde arriba, cerca del área rival. Con lo cual, el otro equipo tiene que recorrer todo el campo, superar todos los obstáculos de un conjunto bajo las órdenes de perseguir el balón como una jauría de perros de presa, para tener posibilidades de generar una ocasión de gol. Es un lenguaje nuevo el del Barcelona; un lenguaje que se aprende en los equipos inferiores del club, motivo por el cual grandes estrellas mundiales como Zlatan Ibrahimovic o Thierry Henry nunca acabaron de cuajar en el grupo e interpretaron el papel del patito feo.
Todo esto no lo entendió Alex Ferguson, el entrenador más veterano de Europa, tras la derrota de su equipo, el Manchester United, la primera vez que se enfrentó a este Barcelona, en Roma, en la final de la Liga de Campeones de 2009. Pensó que su equipo perdió porque tuvo una mala noche. Cuando se repitió la paliza en la final del mismo torneo en Wembley el año pasado, ahí Ferguson se rindió. Entendió que se había enfrentado no solo al mejor equipo del mundo, sino a uno que representaba un cambio de rumbo en la historia del deporte al que se había dedicado toda la vida. Otra leyenda, Pelé, pensó antes de la final del Mundial de Clubes en diciembre que su Santos tenía posibilidades de ganar al Barcelona. Se equivocó. La estrella del Santos, Neymar (al que Pelé había clasificado como mejor que Messi), también lo vio. Después de perder 4-0 reconoció que el Barcelona le había dado una lección de fútbol.
Lo mismo dijeron los ingleses tras caer derrotados en 1953 contra Hungría. Y son los propios ingleses los que han estado enviando emisarios de sus equipos técnicos a la Ciudad Deportiva del Barcelona esta temporada para aprender el lenguaje (Cesc Fàbregas lo llama el software) de los de Guardiola. Se ha visto a representantes del Manchester City, del Arsenal, del Chelsea y de muchos más equipos europeos observando atentos los entrenamientos del Barça, libreta en mano.
La influencia de este Barcelona se extiende a los seis continentes. Hoy día, uno va a Liverpool –por poner un ejemplo, ya que sucede igual en Guatemala o Madagascar– y ve jugar a los niños en un enorme terreno en las afueras de la ciudad donde hay 12 campos de fútbol. Algunos niños llevan camisetas del Liverpool o del vecino Everton; pero más aún llevan las camisetas blaugrana del Barcelona. Los entrenadores de los niños, que antes se limitaban a gritar –al clásico estilo inglés– “entra duro”, “pégale con ganas a la pelota”, ahora repiten una y otra vez: “pasa, pasa, pasa el balón”. Bobby Charlton, mito del fútbol inglés y estrella de la selección que ganó el Mundial en 1966, dijo en una entrevista con el diario As este mes que “todos los clubes deberían querer aprender de lo que hace el Barcelona”, cuya filosofía consiste en que “si tienes la posesión del balón y mantienes esa posesión, entonces tienes muchas posibilidades de ganar”.
Los elogios de Charlton, que en su día fue un fanático admirador del Real Madrid de Di Stéfano, demuestran el impacto que está teniendo hoy el ejemplo barcelonés en el país que inventó el fútbol. De la torpeza se ha pasado al refinamiento; de la fuerza, a la técnica; del espíritu del guerrero, a la inteligencia del espadachín. Y a la comprensión de que da igual si el jugador es alto o bajo, fuerte o menudo, con tal de que sepa tratar bien el balón. No se necesita un vehículo cuatro por cuatro, un sedán, un tractor y un fórmula 1. Se puede triunfar jugando con Minis. Los bajitos se defienden ante una mayor envergadura (como mandan los cánones de la naturaleza) siendo esquivos. Se defienden con su destreza, como un torero con su trapo. El tamaño, repetimos, ya no importa.
El Barcelona alimenta el sueño de cada niño que desea ser jugador de fútbol. La totalidad del mundo del fútbol se ha rendido ante la nueva visión del conjunto de Pep Guardiola. La palabra “Barça” ya es una referencia, en boca de todos los columnistas, de los entrenadores, de los jugadores del planeta. Uno dice “el estilo de juego del Barça” y todos saben exactamente de qué se está hablando; la imagen está sellada en el imaginario colectivo global. El Barcelona ha logrado algo más difícil de ganar que cualquier trofeo; ha ganado la admiración universal, incluso, si son honestos y serios, la de una buena parte de los aficionados del Real Madrid. Y la revolución en el campo de juego está dando lugar a una revolución en todos los rincones del planeta donde el fútbol se sigue, señal inequívoca de que estamos, precisamente, ante una nueva etapa en la evolución del fútbol.
El Barça se encuentra en lo alto de esa línea ascendente de la historia del fútbol: desde los inicios primitivos del deporte en el siglo XIX, vía las innovaciones –el nuevo concepto del espacio como clave del triunfo– de Chapman y Pozzo, el 2-3-5, el 4-3-3 y el 4-4-2, el catenaccio, los primeros indicios de fútbol total de los húngaros, luego patentado por los holandeses, al modelo de Ámsterdam perfeccionado que despliega el Barcelona de hoy, y a través del Barcelona a la selección española, campeona del mundo. Se puede trazar una línea directa, incluso, con aquella selección escocesa que empató 0-0 con Inglaterra en 1872. Ese equipo pasador jugó con una formación de 3-7. En una vuelta sorprendente a los orígenes del deporte, lo mismo hace hoy el Barcelona. Pero con una fluidez y variedad y efectividad y belleza de las que jamás podrían haber soñado aquellos honorables pioneros. Siguiendo una lógica darwiniana, se probó de todo. Lo que no funcionó se descartó, y lo que sí, se incorporó. Así se hizo la especie más fuerte. Hay, como dijimos al principio, equipos que llamamos grandes, muy grandes. En tiempos modernos, tras la llegada de la televisión, tenemos al Real Madrid, a Brasil, al Milan, al Liverpool, entre otros. Quizá este Barcelona nunca gane tantas Copas de Europa como el Madrid de Di Stéfano. Quizá por eso algunos puedan llegar a afirmar de manera convincente, pero nunca definitiva, que aquel pentacampeón europeo fue el equipo de clubes más grande de todos. Pero aunque el Barcelona de Guardiola no vuelva a ganar ningún trofeo más –aunque no sume ni uno más a los 13 de 16 ganados en las últimas tres temporadas– ha dejado su sello de manera irrevocable en la historia del fútbol. Nunca nada volverá a ser igual.
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