BARCELONA. Nunca antes tantos
jugadores habían analizado a su equipo día tras día, partido a partido. Poco
importa que se golee al Ajax, que se lidere la Liga o se haya ganado ya el
primer título en juego. Vive el Barcelona estos días instalado en el diván,
psicoanalizándose hasta el detalle, tratando de entender qué le ocurre, hacia
dónde va, quién es y qué quiere ser.
Es el Barça, más que un club,
esquizofrénico por naturaleza. El de la bipolaridad institucional, el único que
tras ganar una Liga con el récord de puntos y caer en semifinales de Liga de
Campeones puede llegar a pensar en la palabra fracaso. Superdotado sobre el
césped y neurótico fuera de él. Todo un caso digno de estudio.
Capaz de partirse por la mitad entre
‘kubalistas’ y ‘suaristas’ en lugar de disfrutar de dos genios de la época. De
amar y odiar a partes iguales a quien lo cambió todo, Johan Cruyff, o de
“vaciar” al mejor técnico de su historia, Pep Guardiola. Ni siquiera Messi provoca
un consenso total en las encuestas del club, si se hace caso de las palabras
del actual presidente, Sandro Rosell.
Así las cosas, solo un factor ha provocado
una estabilidad general en el club en los últimos tiempos, un pacto implícito
que nadie había discutido. El estilo. El que se sembró definitivamente en los
noventa con el ‘Dream Team’ y el que creció desde entonces para guiar al club a
la mayor cota de éxitos que haya conocido.
Un estilo innegociable, intocable,
indiscutible. Que une a todos, desde los niños de La Masia a las estrellas del
primer equipo. El estilo que engulló a Ibrahimovic y otros tantos astros
caídos, pero que catapultó a los Ronaldinho, Messi, Xavi o Iniesta. Un estilo
que ha maravillado al mundo, la prosa con el balón hecha poesía.
Pero el pasado curso dejó un poso amargo.
Una sensación, que ya habitaba desde hacía tiempo en las entrañas azulgranas,
de que el mimo del balón ya no bastaba, que los jugadores se habían acomodado
—comprensiblemente— en el colchón del éxito continuado y que los rivales habían
descubierto la fórmula de la Coca-Cola azulgrana.
La llegada de ‘Tata’ Martino al banquillo
parecía el acicate para reformular al equipo, de aportar las variantes para
dejar de ser previsibles. De ser diferentes siendo los mismos, de volver a
correr y presionar, de recuperar el hambre extraviada en el camino.
Pero el Barça se mira en el espejo y en
cada partido se ve distinto, sin saber qué traje le sienta mejor. Festivo ante
el Levante, peleón ante el Atlético, burocrático ante el Ajax. Capaz de mostrar
dos caras totalmente opuestas en los partidos ante Valencia y Sevilla, de
adelantarse por varios goles y acabar sufriendo.
Intenta el equipo ser más directo, sin
saber exactamente cuándo ni cómo. Su juego es ahora más largo que horizontal,
con menos relato, más acelerado, lo que irremediablemente propulsa el brillo
del trío Messi-Cesc-Neymar, en detrimento de unos discretos Xavi e Iniesta, y
el sufrimiento de los Busquets, Piqué y Mascherano.
Se avanza a fogonazos y destellos, en lugar
de un fulgor continuo. El Camp Nou se ha convertido en una ‘Jam sesión’ de jazz
improvisado, donde a veces todo cuaja de forma perfecta y en otras uno no acaba
de comprender qué está ocurriendo en el escenario.